El aula despierta temprano. Aún no ha salido del todo el sol y ya una maestra abre las ventanas para que entre la luz, esa que no solo ilumina el pizarrón, sino también los sueños.
Así comienza cada día el educador cubano: con vocación, con entrega silenciosa y con la certeza de que enseñar es, también, un acto de amor y de Revolución.
El 22 de diciembre, Cuba se detiene un instante para mirar a quienes han hecho de la palabra, el ejemplo y la paciencia, su forma de resistir y construir.
No es una fecha cualquiera, es el aniversario de la Campaña de Alfabetización, aquella gesta luminosa de 1961 que convirtió al país en un territorio de letras, donde aprender dejó ser un privilegio para convertirse en derecho.
Desde entonces, el educador cubano ha sido mucho más que un transmisor de conocimientos. Ha sido guía, padre, madre, psicólogo improvisado, compañero de lucha.
En aulas humildes o modernas, en zonas rurales o ciudades bulliciosas, ha sembrado valores, ha defendido la identidad y ha sostenido la esperanza incluso en los tiempos más difíciles.
Hay tizas gastadas que cuentan historias. Cuadernos corregidos de madrugada. Clases impartidas con el corazón cuando faltan recursos, pero nunca convicción.
Porque educar en Cuba ha sido siempre un acto profundamente revolucionario: formar seres humanos libres, críticos, solidarios, comprometidos con su tiempo y su nación.
En cada profesional que hoy levanta a Cuba, hay un maestro detrás. En cada médico, ingeniero, artista o trabajador, vive la huella de aquel educador que creyó, que insistió, que no se rindió. Ellos enseñaron a leer palabras, pero también a leer la vida.
Por eso, en este Día del Educador, no bastan los aplausos ni los reconocimientos formales. El verdadero homenaje está en la gratitud sincera, en el respeto cotidiano, en la defensa de la educación como conquista irrenunciable de la Revolución.
Porque mientras haya un educador cubano frente a un aula, habrá futuro. Y mientras haya futuro, habrá Patria.





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