Tienes que escoger tu muerte/como se escoge una flor/Y verás que hasta el dolor/ puede ser la mejor suerte. Aunque ha acontecido ya más de medio siglo de su partida física, no hay silencio autorizado que ponga un punto final en la descomunal obra de Manuel Navarro Luna, el fiel soldado del verso patriótico que no desunió jamás su pluma de la verdad ni del actuar prolífico y resuelto en pos de la Revolución.
Nacido en Jovellanos y descendientes de una familia mambisa, después de la muerte de su padre, Navarro Luna llega en brazos de su madre a Manzanillo, y en esa ciudad pasó su niñez y casi toda su vida.
Su vida toda acelerada y trágica parece salida de una leyenda homérica. Basta con asomarse a su historia personal, a sus textos ineludibles, o a su ruta de militante, para dibujarnos a un hombre íntegro, hecho de poesía, energía, y valentía cuyo mayor mérito fue, y es, el de ser querido y respetado en toda Cuba.
Para Navarro Luna nada le fue ajeno al atrevimiento de sus versos: los niños y campesinos, los héroes de la Patria y las angustias de los humildes, los obreros y milicianos, las madres y el socialismo… las esencias de Cuba.
Del poeta diría Cintio Vitier: “Cuba entera está en sus poemas, vibrando poderosamente erguida, desde los guerreros sensitivos de nuestro siglo XIX hasta los fabulosos libertadores de hoy. Cuba está íntegra en su palabra y su gesto de gran poeta”.
LA PARTIDA DOLOROSA
Tenía 72 años y el corazón del poeta se encontraba exhausto y malherido. Desoyendo los consejos y advertencias de sus médicos, el bardo continuaba su trabajo sin descanso.
Sabía de sobra cuánto le había exigido a su cuerpo, expuesto a todo tipo de sacrificios, y aun así se resistía a descansar, a dejar de crear, de aportar y de estar entre los suyos.
“ No podía permitir que ninguna enfermedad, por peligrosa y grave que fuese lo condenara a la inercia y al ostracismo”.
Manuel Navarro Luna no quería morir y no lo hizo. Aquel funesto 15 de junio de 1966, si bien se enlutaba la Isla con su partida física, el suyo no sería un adiós definitivo para los cubanos.
«¿Morir Navarro Luna? Nunca lo temimos, porque jamás nos fue posible sospecharlo. Aún en medio de las flaquezas finales de la carne, echado ya al poeta sobre el lecho, jadeante y cardíaco, enfermo del mal que lo ha traído aquí, solíamos mirarle, no sin fraternal malicia, como queriendo decirle, y a veces se lo decíamos, de viva voz, que para él la muerte sería lo último en venir». Así lo diría en su sepelio –con voz de plomo– Nicolás Guillén.
Junto a su tumba, Juan Marinello expresaría conmovido: «Pocos hombres han reunido al partir, tal número de gente consternada; pero sabemos bien que, aun siendo numerosos no son más que los representantes de miles de compatriotas que en el taller y en la escuela, en el cañaveral y en la mina, en los caminos de la tierra y del mar, lloran hoy al poeta que fue su cantor leal e iluminado».
Seis años después de su muerte, Navarro Luna regresaría, más encumbrado que nunca, a su querida ciudad del Golfo, para perpetuarse en su camposanto, y en la memoria del pueblo.
EN MANZANILLO, EL RESPIRO ETERNO
Cuentan los historiadores que fueron cuatro jornadas de homenaje nacional, sincero y profundo. Del 28 de junio al 1ro. de julio de 1972, Manzanillo se desbordó de poetas, artistas, dirigentes, intelectuales y pobladores que fueron a rendir tributo al autor de Odas Mambisas.
La urna de cobre, cubierta de flores, fue depositada sobre el mismo muro en el que se practicara la autopsia al dirigente azucarero Jesús Menéndez, en la sede de la Fraternidad del Puerto.
Tras la última guardia de honor partió de ese histórico local una multitudinaria manifestación de duelo hacia la necrópolis, donde reposarían definitivamente los restos de Navarro Luna, en un monumento de mármol, custodiado por cinco majestuosas columnas, un hermoso jardín, y una tarja que en su honor reseña: «En su vida y en su ejemplo nos dejó su mejor poema».
Por eso se dice que su voz no se apagó nunca con la muerte. Creció multiplicada en el homenaje eterno del pueblo, y en otros versos que lo retratan: No podrá ninguna daga / herirte por el costado, / pues eres el fiel soldado / de una luz que no se apaga.
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