El 30 de noviembre de 1956, Santiago de Cuba no fue una ciudad más. Fue llama, fue grito, fue coraje. Aquel amanecer no trajo rutina ni calma: trajo el eco de pasos decididos, de jóvenes que, con el corazón en alto, salieron a cambiar la historia. No tenían garantías, pero sí una certeza: la libertad valía más que el miedo.
Frank País, con su temple sereno y su alma ardiente, lideró el alzamiento como quien guía una promesa. Sabía que el Granma venía, que Fidel y los suyos cruzaban el mar con la esperanza a cuestas. Y mientras el yate surcaba las aguas, Santiago se preparaba para ser el primer latido de la Revolución.
Las calles se llenaron de disparos, de humo, de valentía. Jóvenes con uniforme verde olivo enfrentaron a un régimen armado hasta los dientes. No fue una batalla ganada, pero sí una victoria moral. Tres combatientes cayeron, y con ellos, una parte del alma de la ciudad. Pero también nació algo más fuerte: la convicción de que el cambio era posible.
El alzamiento no logró su objetivo militar, pero sí encendió una chispa que ya no se apagaría. Fue el aviso de que el pueblo estaba dispuesto a luchar, que la dictadura no reinaría sin resistencia. Aunque el Granma llegó con retraso, el mensaje estaba claro: Cuba no estaba dormida.
Santiago se convirtió en símbolo. En sus balcones, en sus plazas, en sus silencios, quedó grabada la memoria de aquel día. Las madres que lloraron a sus hijos también los vieron convertirse en héroes. Y la ciudad, herida pero digna, siguió latiendo con fuerza rebelde.
Cada año, cuando llega el 30 de noviembre, no se recuerda solo una fecha. Se recuerda un acto de amor profundo, una entrega sin condiciones. Se recuerda que hubo quienes, sin esperar nada a cambio, lo dieron todo por un país mejor.





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