La Habana, “La pongo en la lista de cosas por ver”, le respondí a mi amiga cuando me recomendó una serie televisiva de corte político vinculada con temas que estábamos debatiendo en la redacción.
“Pero ahora mismo estoy en plan Modern Family. Al terminar estas jornadas agotadoras solo quiero una comedia”, le confesé.
Un rato después me quedé pensando en esa respuesta casi automática. ¿Por qué sentí la necesidad de aclarar que, a pesar de tener a mi alcance series «interesantes» y de prestigio, en ese momento mi elección era una comedia familiar desenfadada? Fue como si disfrutar de algo puramente entretenido requiriera una excusa válida: el cansancio.
Lo peor es que no era la primera vez que me asaltaba esa búsqueda casi instantánea de justificación. También me ocurrió cuando mi esposo me sorprendió viendo por enésima vez Avengers: Endgame, o cuando el editor de este suplemento, amante del rock anglosajón, bromeó sobre algunos de mis gustos musicales al considerarlos demasiado ligeros.
Al menos tengo la sospecha de que eso no me sucede solamente a mí. Vivimos en una época donde el consumo cultural se ha convertido en un marcador de estatus, y ver una serie existencialista, citar a un director de cine de vanguardia o escuchar el disco de un artista experimental puede ser, en ciertos círculos, motivo de orgullo y regodeo.
Por supuesto, eso es maravilloso y enriquecedor. El descubrimiento de una obra de arte en toda su dimensión, la activación de los sentidos, los retos y el deleite que transmiten esas piezas sobresalientes por sus valores formales y estéticos son goces insustituibles a los que me sería imposible renunciar.
El problema surge cuando ese paradigma se convierte en el único aceptable, y lo que está fuera de esa categoría de “arte” queda relegado a lo que se ha dado en llamar “placeres culpables”, una expresión cuyo uso se ha extendido en los medios de comunicación para designar obras cinematográficas, televisivas o musicales que son disfrutables, pero consideradas de poca calidad.
La propia frase encierra un componente de vergüenza, lleva intrínseca la idea de que existen gustos por los cuales debemos abochornarnos o llevarlos en secreto. Sugiere que hay placeres legítimos, aquellos que requieren un esfuerzo intelectual y una pose crítica, y otros ilegítimos, porque nos llegan fácilmente, nos hacen reír sin complicaciones o llorar con dramas convencionales.
El debate entre arte y entretenimiento es tan antiguo como inconcluso. La obsesión por lo «artístico» puede llegar a cegarnos y hacernos escudriñar una película de superhéroes con la misma lupa con la que analizaríamos una cinta de Ingmar Bergman, buscando profundidades filosóficas donde quizás solo hay un viaje heroico arquetípico y bien ejecutado.
Por eso, a usted que me lee, si también se ha visto en tal posición, lo invito a rebelarse contra esa culpa impuesta. Quizás haya fronteras que decida no cruzar, quizás su nivel de aceptación para el consumo de productos ligeros y sin grandes pretensiones tenga límites muy marcados. En mi caso, yo también los tengo. Y eso está muy bien, dele a su espíritu los goces que le demande.
Sin embargo, si gusta de dejarse seducir alguna que otra vez por un entretenimiento más liviano, disfrútelo sin culpas, sin clandestinidades ni rubores innecesarios.
Estas ideas que aquí comparto no son, de ninguna manera, un canto a la banalidad o a la cursilería desbordadas, porque esas pueden ser todavía más nocivas. Pero, en este mundo que parece estar de cabeza, no deje que nadie le reproche el derecho a la libre elección…y a la enajenación ocasional. (Tomado de 4ta Pared, suplemento cultural de Orbe)
Tomado de PL





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