René Portocarrero es una de las figuras esenciales de las artes plásticas cubanas, un creador cuyo estilo personalísimo desafía toda clasificación y abre un universo visual único dentro de la cultura nacional. Su obra se construye a partir de un dibujo estructural marcado, donde las líneas firmes funcionan como un esqueleto que organiza la composición. Estas líneas, semejantes a vitrales o mosaicos, delimitan espacios que se llenan de figuras humanas estilizadas, interiores fragmentados y vegetación exuberante. Nada queda al azar ni vacío: su gusto por la saturación de formas y detalles heredado del barroco crea un horror vacui que no abruma, sino que invita al espectador a descubrir, capa por capa, los múltiples símbolos y patrones que dan vida a cada pieza.
El color es, sin duda, uno de los elementos más reconocibles del trabajo de Portocarrero. Su paleta vibrante, dominada por rojos, naranjas, amarillos y verdes intensos, no busca reproducir la realidad, sino transmitir dinamismo, emoción y esa luz caribeña que define la identidad visual de Cuba. Los contrastes entre tonos complementarios generan una atmósfera luminosa y activa, mientras la repetición de colores en patrones ornamentales da ritmo a la composición, convirtiendo cada obra en un estallido visual que parece moverse, respirar y sonar como una melodía cromática. Para Portocarrero, el color no solo decora: estructura, narra y unifica.
La esencia de su obra está profundamente ligada a lo cubano. Sus series dedicadas a “Interiores”, “Habaneras” o sus célebres flores no pretenden copiar un paisaje o un rostro, sino reinterpretar la identidad cultural desde lo fantástico, lo popular y lo sincrético. En sus cuadros conviven elementos religiosos, gestos urbanos, símbolos coloniales y detalles de la vida cotidiana, fusionados en ambientes de misterio, sensualidad y vitalidad. Portocarrero captura el espíritu de La Habana su ritmo, su mezcla cultural, su energía y lo transforma en un lenguaje visual que trasciende épocas y fronteras.
A este valor identitario se suma una teatralidad que atraviesa toda su creación. Cada obra funciona como un escenario festivo donde flores, máscaras, líneas danzantes y ornamentos compiten por la atención del espectador, generando un efecto de carnaval permanente. La fantasía, la cultura popular y la modernidad se entrelazan, convirtiendo su pintura en un homenaje constante a la vida cotidiana cubana y a la alegría del Caribe. Esa sensación de espectáculo visual es una de las marcas más queridas por quienes se acercan a su arte.
En conjunto, la obra de René Portocarrero destaca por su fantasía ornamental, su color intenso y simbólico, y la exuberancia caribeña que impregna cada composición. Su legado cultural es inmenso: no solo renovó la mirada sobre la ciudad y sobre lo cubano, sino que creó un imaginario propio que sigue siendo referente dentro y fuera de la Isla. Cada una de sus piezas es un teatro de imaginación y color que invita a sumergirse en un mundo donde tradición y modernidad conviven en armonía, reafirmando su lugar como uno de los pilares imprescindibles del arte cubano.





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