La música siempre ha sido un termómetro cultural. En Cuba, como en muchos otros países, los jóvenes están consumiendo y reproduciendo un tipo de música cuyas letras, más que enriquecer, banalizan.
Se apuesta por lo inmediato, por el efecto rápido del ritmo, aunque el contenido se diluya entre vulgaridades o mensajes vacíos. Y es preocupante que precisamente esas canciones, carentes de valor artístico o cultural, sean las que más cautivan a la juventud.
No se trata de condenar a esos artistas ni de descalificar a quienes los siguen. La crítica debe ser constructiva: la música es también un fenómeno social, económico y comunicacional, y entender por qué estos géneros se vuelven tan populares es clave.
Muchos jóvenes encuentran en ellos un reflejo de su realidad, de su lenguaje cotidiano, de la necesidad de pertenencia a un grupo. Esa es la parte que no podemos ignorar.
Ahora bien, ¿qué pasos podemos seguir? Primero, fomentar espacios de creación y promoción donde los artistas emergentes encuentren apoyo para trabajar letras y propuestas musicales de mayor calidad, sin perder frescura ni conexión con los jóvenes.
Segundo, incluir la educación musical y cultural como parte de las políticas públicas, enseñando a los adolescentes a consumir con criterio, sin imponerles gustos, sino mostrándoles alternativas.
Y tercero, reconocer a quienes, incluso dentro de estas corrientes, admiten en entrevistas su deseo de cuidar las letras: eso abre una puerta a un cambio paulatino.
El impacto en las nuevas generaciones es profundo: la música moldea imaginarios, formas de hablar, maneras de relacionarse. Si seguimos dejando que los mensajes vacíos ocupen el centro, estaremos formando jóvenes sin referentes sólidos.
Pero si logramos equilibrar el panorama, enseñando y proponiendo, podríamos tener una juventud que disfrute de lo moderno sin renunciar a lo identitario, a lo auténtico y a lo valioso de nuestra cultura.
Y es aquí donde vale la pena detenerse en lo que significa ser un artista de primer nivel. Figuras como Buena Fe, Alain Pérez y orquestas que han sabido mantener su sello, demuestran que se puede conectar con el público sin renunciar a la calidad.
Ellos entienden que la música no es solo entretenimiento, sino también responsabilidad cultural. Sus letras, cargadas de contenido, nos hacen reflexionar sobre la sociedad, el amor, la familia y los sueños colectivos.
Ese es el camino que necesitamos visibilizar: artistas que enriquecen la cultura y elevan el debate social desde el escenario. Ser un artista de primer nivel no significa solo llenar conciertos o sonar en la radio; significa dejar huella, construir identidad y aportar a la memoria cultural de un pueblo.
Cuando los jóvenes descubren que también pueden vibrar y emocionarse con propuestas de este nivel, se abre la posibilidad de transformar gustos y, con ellos, de asegurar un futuro más sólido para nuestra música.
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