En la madrugada del 24 de agosto de 1879, Cuba volvió a estremecerse. No por el estruendo de cañones, sino por el eco de una convicción que se negaba a morir: la independencia no se negocia. Así comenzó la Guerra Chiquita, segunda de las tres gestas libertarias del siglo XIX, breve en duración pero inmensa en significado.
Tras el Pacto del Zanjón, que en 1878 puso fin a la Guerra de los Diez Años sin conceder la ansiada libertad, muchos patriotas sintieron que se había traicionado el sacrificio de miles. Antonio Maceo, con su Protesta de Baraguá, fue el rostro más firme de esa resistencia ética. Un año después, en Oriente, Camagüey y otras regiones, hombres como Calixto García y Perucho Figueredo decidieron que la lucha debía continuar. Sin recursos suficientes, sin apoyo masivo, pero con el alma encendida.
La Guerra Chiquita duró apenas un año. Fue sofocada con rapidez por las fuerzas coloniales. Pero no fue un fracaso: fue una transición. Un ensayo de coraje que mantuvo viva la llama revolucionaria y preparó el terreno para la Guerra Necesaria de 1895. Fue también una lección: la libertad requiere estrategia, unidad y pueblo.
AAl recordarse aquel 24 de agosto, no evocamos solo una fecha. Evocamos la terquedad patriótica de quienes no se resignaron. Honramos la memoria de los que prefirieron el monte antes que la sumisión. Y reconocemos que incluso las gestas truncas pueden sembrar futuro.
Desde la Isla de la Juventud, donde cada rincón guarda historias de resistencia, esta efeméride nos convoca a mirar atrás con orgullo y hacia adelante con compromiso. Porque la independencia no fue un regalo: fue una insistencia.
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