La mañana del 30 de julio de 1957, el aire en Santiago de Cuba pesaba como nunca. El rumor de la represión recorría las calles; en las esquinas, rostros tensos murmuraban nombres prohibidos y fechas que, más adelante, serían sagradas. Frank País, apenas 22 años, caminaba aquel día sabiendo que lo acechaban, pero sin perder la determinación en la mirada. A su lado, Raúl Pujol, inseparable compañero en la clandestinidad.
De pronto, la traición aquel aviso sordo que se cuela por cualquier rendija cercó a los jóvenes. La policía batistiana los atrapó en el Callejón del Muro. No hubo juicio ni contemplaciones. Allí mismo, los ejecutaron a quemarropa. El estruendo de los disparos no tardó en convertir el miedo en furia entre los santiagueros.
Las campanas de la catedral repicaron luto. Las calles, siempre ruidosas, se volvieron un río silencioso por el que desfilaban hombres y mujeres con el rostro húmedo, pero la cabeza en alto. El velorio de Frank fue multitudinario. Las fuerzas represivas, impotentes, apenas pudieron contener el dolor colectivo. Aquella sangre joven, derramada, agitó todavía más la rebeldía. “Mataron a Frank”, decían, y la frase era fuego avivando el sacrificio.
Esa tarde, al pie del Cementerio de Santa Ifigenia, la ciudad juró no olvidar. Lo que comenzó como un asesinato selectivo, terminó incendiando corazones en toda Cuba. Desde entonces, cada 30 de julio, los cubanos convierten la memoria en marcha, en flor sencilla sobre la tumba de los caídos, en canto y compromiso. El Día de los Mártires no es solo efeméride: es cicatriz y relato vivo de una Cuba que se niega a perderse en el olvido.
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