Pocos meses antes de la fatídica jornada del 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, José Martí es atendido en Nueva York, a raíz de una bronquitis, por el médico cubano Ramón Luis Miranda, a quien le dice: «―Doctor, cúreme pronto, tengo una misión sagrada que cumplir con mi patria; poco me importa morir después de realizarla; la muerte para mí no es más que la cariñosa hermana de la vida». La bala española que hirió su cuerpo frágil y quebradizo, pero de espíritu indomable y alma grande, impidió consumar sus sueños libertarios.
Nunca la muerte de un hombre levantó tantas opiniones contradictorias y enconadas, pero disolubles en el factor común de la admiración por su genio y obra. Para unos, selló con sangre su inmortalidad; para otros, como su amigo Rubén Darío, no quedó más que zanjar el dolor con el grito ofuscado de «¡Qué has hecho, Maestro!»; para Máximo Gómez: «Martí debía completarse y se completó”, porque: «A esa gran altura se elevó para no descender nunca, porque su memoria está santificada por la historia y por el amor, no solamente de sus conciudadanos, sino de América toda».
José de Armas y Cárdenas (Justo de Lara), periodista cubano, que vivió la debacle de la intervención norteamericana, las luchas intestinas dentro de las mismas fuerzas mambisas y otros procesos afrentosos para la dignidad de los patriotas cubanos, y lejos de los ideales martianos, opina “que la bala española fue más que…piadosa”. Escribe el periodista: «Murió a tiempo para no haber visto a los cubanos, que supo unir en la emigración por el mágico influjo de la palabra y de su conducta, divididos y odiándose en el suelo de la patria. Murió a tiempo para no haber visto de su obra sino el aspecto más bello: el sacrificio, la abnegación, el patriotismo desinteresado en absoluto».
Incluso un poeta tan grandilocuente como José María Vargas Vila, con otros intereses más pedestres, pero también su amigo, confesaría compungido unos lustros después, comparando la caída del Apóstol con la crucifixión de Cristo, que: «Dos Ríos fue el Gólgota de ese Cristo que para tener todas las Elocuencias, quiso tener también la de la Muerte… y la muerte cantó en sus labios, su último Poema de Gloria, en esa Guerra por la Independencia de Cuba».
Sotero Figueroa, publicista y patriota puertorriqueño, contemporáneo de Martí, se preguntaba: «¿Ha muerto?» Y respondía: «“¡Sí!”, dice la realidad implacable, que no ve más allá del hecho positivo. “¡No!”, dice el pensamiento soberano, que se cierne sobre lo deleznable, nos hace vivir en el pasado y nos conforta para el porvenir». Entre la afirmación y negación, la confirmación de que, como vaticinara él mismo, la muerte es una victoria, un carro de triunfo, cuando se ha vivido con decoro.
A veces la vida de un hombre no comienza con su nacimiento. José Martí es el ejemplo vivo, palpable, de la trascendencia; nadie como él encarna con profundidad la afirmación de Federico Nietzsche de que “el hombre nace póstumo”. No por gusto ni para melindres salió de su pluma la frase profética, lapidaria, de que «La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida…».
Colaboración de Eduardo Sánchez Montejo
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