Conocer los aspectos de nuestra personalidad que nos avergüenzan es el primer paso para aprender a manejarlos.
Nuestra mente alberga instintos salvajes, deseos oscuros y emociones atávicas. No nos gusta que la gente que nos rodea, incluidos los seres queridos, se dé cuenta de esas sombras de nuestra psique, y tampoco admitir que las tenemos –ni siquiera ante nosotros mismos–, pero, queramos o no, ahí están.
Y pueden aflorar si se dan las circunstancias adecuadas, como disponer de un puesto con autoridad sobre otros o de la posibilidad de cubrirse con el cálido manto del anonimato en las redes sociales. Conocer los aspectos de nuestra personalidad que nos avergüenzan es el primer paso para aprender a manejarlos.
Hace un cuarto de siglo ocurrió en Francia uno de esos sucesos impactantes que nos hacen preguntarnos hasta qué punto conocemos a los que nos rodean. Jean- Claude Romand era un hombre que vivía de forma acomodada con su mujer y sus hijos en Prévessin-Moëns, una comuna del departamento de Ain cercana a Suiza. Su mundo cotidiano visible era simple: dejaba a los niños en el colegio por la mañana y se iba a trabajar; al volver, por la noche, le contaba a su familia las anécdotas de su empleo como médico en la Organización Mundial de la Salud.
El 9 de enero de 1993, Romand asesinó con un rodillo de cocina a su mujer. A la mañana siguiente, mató a sus hijos disparándoles con un rifle y acudió a comer a la casa de sus padres, en Clairvaux-les-Lacs, a los que también asesinó a balazos. Después regresó a su casa, ingirió una fuerte dosis de barbitúricos y prendió fuego a su hogar.
La sombra del alma: explorando los rincones oscuros de la psique
La investigación de los crímenes reveló hasta qué punto una cotidianidad dichosa puede esconder un lado siniestro. Romand no había cursado la carrera de Medicina, a pesar de que su mujer y sus amigos médicos creyeran haber estado a su lado durante esos estudios. Y nunca trabajó. Conseguía dinero para su alto nivel de vida estafando a sus seres queridos, incluida una amante. A algunos les decía que invertía su dinero en Suiza, donde se suponía que desarrollaba su labor profesional. A otros les vendía supuestos medicamentos innovadores contra el cáncer que padecían.
Asesinó a sus seres queridos porque tanto su amante –a la que también intentó matar– como los parientes de su mujer estaban a punto de desvelar lo que Romand escondía. Como nos recordaba Emmanuel Carrère en «El adversario» (Anagrama, 2000), la intrigante novela que escribió sobre aquel suceso, pocos casos nos desvelan de forma tan dramática que nos relacionamos con los demás a partir del conocimiento de máscaras que esconden oscuras sombras.

Nuestra época es la menos cruel de toda la larga historia de la humanidad
Esa es la tesis que defiende el psicólogo y divulgador Steven Pinker en su libro «Los ángeles que llevamos dentro» (Paidós, 2012). Un ejemplo: se calcula que, en las primeras etapas de la humanidad, el 15 % de las personas morían asesinadas. Pero a partir de la aparición del Estado, la cifra descendió. Incluso en épocas cruentas como la primera mitad del siglo XX, el porcentaje de homicidios no subió del 3 %. Y lo mismo sucede con otros delitos violentos: las violaciones y los genocidios son cada vez menos habituales. Por eso, Pinker utiliza la metáfora de los ángeles que, paulatinamente, van ganando la batalla a los demonios que llevamos ocultos.
Pero en hechos siniestros como los asesinatos de Romand asoma una cara B del ser humano que lo teletransporta al Paleolítico. En ese lado oculto hay violencia salvaje, sexualidad desbocada y pasiones que negamos, como la envidia, los celos y la sed de venganza. Para que nuestra civilización siga adelante, necesitamos ocultar ese yo primitivo a los demás, porque, como recuerda una frase popular, “si se pudieran oír todos nuestros pensamientos, nos mataríamos entre nosotros”.
La forma de esconder nuestras pasiones tabúes es la mentira
Las investigaciones de la psicóloga Pamela Meyer arrojan una asombrosa media de cien mentiras al día. Incurrimos en la mayoría de ellas, según esta investigadora, para impedir que nuestros sentimientos políticamente incorrectos salgan a la luz. Sus datos nos ofrecen una prueba de la correlación entre la falsedad y la ocultación de nuestro yo más vergonzoso: cuando conocemos a alguien –el momento en el que cimentamos la imagen ante el otro– alcanzamos la prodigiosa velocidad de tres mentiras cada diez minutos.
Esta necesidad de ocultación no solo nos lleva a engañar a los demás: también nos conduce a escondernos aspectos psicológicos a nosotros mismos. Los psicólogos Joseph Luft (1916–2014) y Harry Ingham (1916–1995) expusieron una teoría que se suele conocer con el nombre de ventana de Johari, un acrónimo que une letras de sus nombres. En ella clasifican la información sobre una persona en cuatro tipos a partir de dos parámetros: lo que sabemos de nosotros mismos y lo que saben los demás.
Los experimentos de estos dos autores muestran que las personas difieren en el tamaño de estos yoes, y cualquier desequilibrio produce consecuencias negativas. Por ejemplo, aquellos que tienen un «Área Pública» muy grande padecen las desventajas de la sobretransparencia. Un «Área Ciega» excesiva, en cambio, dificulta el cambio por falta de autoconocimiento. Un «Área Oculta» voluminosa lleva al síndrome del espía: la persona vive en una continua doble vida. Por último, un gran tamaño del «Área Desconocida» acarrea los peligros de dejar fuera de nuestra vista y de la de los demás partes de nosotros mismos que pueden surgir de forma abrupta.
Máscaras y realidad: la doble vida del ser humano
Lo que todo el mundo se pregunta cuando suceden crímenes brutales como el de Romand, cometidos por personas con vidas aparentemente equilibradas, es hasta qué punto lo que ha surgido de forma torrencial es el yo oculto o el yo desconocido. Es decir, ¿estas personas embaucan solo a los demás o también se engañan a sí mismas?
Una de las respuestas científicas más conocidas es la del profesor de la Universidad de Washington Jonathon D. Brown. Este científico se ha preguntado acerca de los costes y los beneficios de conocer bien nuestro lado oscuro. Su conclusión es que, en las cuestiones que podrían generar culpabilidad, solemos elegir falsear nuestro autoconcepto para salir indemnes y no caer en la autocompasión. Es, por ejemplo, lo que solemos hacer en las acciones pasadas que ya no podemos cambiar.
Nos resulta menos doloroso autoengañarnos para poder creer que no fuimos responsables de lo que ocurrió. Parte de nuestra «Área Desconocida» –según la terminología de Luft e Ingham– se compone de recuerdos falseados en los que nos eximimos de culpa para no sentir vergüenza.

Fenómenos psicológicos inconfesables
Estos investigadores inciden en nuestra tendencia a ocultar nuestros fenómenos psicológicos más inconfesables. Pero a la vez que ocurre esto, muchos autores hacen notar que en los tiempos modernos se ha acentuado la tendencia a encontrar canales para sacar a la luz sentimientos tabúes que solemos negar en la vida diaria.
La salida a través de la cultura pop
Uno de ellos es la cultura: la literatura, el cine, la música y las series de televisión se han convertido en rendijas que utilizamos para colar nuestro yo oculto. No hay más que ver el éxito de personajes como el brutalmente honesto Dr. House (“¿Preferiría un médico que le coja la mano mientras se muere o uno que le ignore mientras mejora?”, pregunta a un paciente que le acusa de poco empático) para darnos cuenta de que ver a alguien manifestando espontáneamente emociones negativas nos genera simpatía.
La misma necesidad de sacar del armario nuestras pasiones ocultas explica la multitud de productos culturales que explotan el morbo que nos causan los asesinos en serie. O las canciones, películas y novelas que extraen su fuerza del cinismo iracundo contra los poderosos a los que muchos desean cualquier tipo de mal: la muerte ridícula de un rico o un político es ya un recurso narrativo trillado para ganarse las simpatías del público.
Emociones reprimidas
En su libro «Monster Show. Una historia cultural del horror» (Valdemar, 2008), el historiador cultural David J. Skal nos recuerda que emociones inconfesables –como la ira sin motivos importantes que nos provocan ciertas personas, el atractivo que nos generan malvados que nos deberían producir repulsión o la necesidad de venganza contra aquellos que nos han superado– son el argumento principal de la cultura popular desde la Edad Media.
La historia más manida en la cultura del terror, por ejemplo, es la del muerto que vuelve al mundo de los vivos para vengarse de la injusticia que cometieron sobre él los poderosos. Es un argumento que siempre nos permite experimentar fenómenos reprimidos como la sed de sangre, el morbo sexual de lo prohibido y la locura sin autocontrol.
Como nos recordaba el escritor argentino Ernesto Sábato, “el proceso cultural es un proceso de domesticación que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad”. Sería un suicidio fomentar la continua expresión de pasiones viscerales, pero también resultaría perjudicial para los miembros de una cultura autocontrolarse continuamente. El autodominio puede resultar adaptativo para la sociedad, pero su exceso acaba siendo negativo para el individuo.
El papel de la cultura en la sublimación de los deseos más primitivos
La sublimación cultural es una de las técnicas más usadas para dejar salir lo que queremos ocultar sin poner en peligro la paz social. Hay muchas investigaciones que ratifican la eficacia de esa táctica. Un ejemplo: los psiquiatras Milton Diamond y Ayako Uchiyama midieron la incidencia que había tenido sobre los crímenes sexuales la liberalización de la difusión de material pornográfico en Japón. Sus resultados fueron muy esclarecedores: durante ese tiempo de mayor consumo de porno, el porcentaje de crímenes sexuales había disminuido. Y los autores de la investigación nos recuerdan que se han obtenido datos similares en países como Dinamarca, Francia o Estados Unidos en otros estudios longitudinales.
La cultura morbosa no es el único desahogo para nuestro yo oculto. Otro de los resquicios en los que este sale a flote son los rituales colectivos en los que nos permitimos ser más salvajes.
Así nos describe un historiador el ritual de los khlysty, secta de la Rusia del siglo XIX a la que perteneció el enigmático Rasputín: “Se comenzaba una danza circular […]. El movimiento se hacía cada vez más vertiginoso y salvaje, hasta que algunos miembros se iban separando de la rueda y se ponían a danzar aisladamente […] con una rapidez tal que, según dicen, no se les distinguía ya el rostro, cayéndose y volviéndose a levantar. Como factor ulterior de exaltación, se insertaba la flagelación, el recíproco azotarse de la masa de los asistentes, hombres y mujeres […]. Los hombres y las mujeres se desnudaban, despojándose de las blancas túnicas rituales, y se emparejaban promiscuamente; la inserción de la experiencia del sexo y el trauma del coito llevaban el rito a su intensidad límite”.

La influencia de la sociedad en la expresión de los instintos más oscuros
En su «Historia de las orgías» (Ediciones B, 2004), el historiador Burgo Partridge comenta el papel que han tenido siempre este tipo de rituales como forma reglada de experimentar los instintos salvajes que no tienen cabida en nuestra vida cotidiana. Como él afirma, todas las culturas han permitido expresiones de sexualidad y violencia exacerbadas controladas en determinadas épocas del año. En el siglo XXI, también experimentamos esos “días en los que se permite todo” –drogas, sexo y ciertas formas de violencia contenida–. Las celebraciones futbolísticas, las raves, los clubes para swingers o los botellones son solo algunos ejemplos de esas ventanas a nuestras pasiones ocultas.
Por último, internet también ha aportado, de forma indirecta, métodos de desahogo de ese lado oscuro. Un reciente estudio dirigido por el profesor Delroy Paulhus, de la Universidad de Columbia Británica (Canadá), investigaba la psicología de los haters u odiadores. Paulhus es el psicólogo que más ha profundizado en la tríada oscura, la asociación entre psicopatía, narcisismo y manipulación que caracteriza a las personas que producen el mal. Y quería saber cuál es el factor preponderante en estos insultadores digitales.
Su conclusión, publicada bajo el divertido título de «Trolls Just Want to Have Fun» (parafraseando a la cantante Cyndi Lauper y su tema «Girls Just Want to Have Fun») es que la actitud hiriente en la Red procede sobre todo del sadismo psicopático. Los troles quieren divertirse y lo hacen desahogando una crueldad que, en las relaciones cara a cara, no les estaría permitida.
“No existe nada más hipócrita que la eliminación de la hipocresía”
¿Podríamos dejar salir ese lado oculto de forma descontrolada? Es lo que proponen activistas como Mark Hawthorne, alias Hate Man. Su idea es organizar desfiles en los que los participantes van, por ejemplo, clamando iracundos por la calle contra todo y contra todos, deseando a los transeúntes que tengan el peor día de su vida y comenzando cualquier diálogo con un “te odio”. El objetivo es sacar a la luz esa cara B que ocultamos. El movimiento no parece haber tenido mucho éxito, entre otras cosas porque la sociedad no tiende a creer en la sinceridad de las intenciones de los que dicen que expresan sus sentimientos de forma espontánea. Como decía el filósofo Friedrich Nietzsche, “no existe nada más hipócrita que la eliminación de la hipocresía”.
Nos queda la versión de compartimentos estancos que usa nuestra sociedad. Para mantenerla en pie tenemos que ser capaces de no sacar a la luz ciertos sentimientos que podrían perjudicar al colectivo, pero sin olvidar que ese fondo cavernícola sigue estando dentro de nosotros y que necesitamos desahogarlo en cuanto tenemos oportunidad.
Poseemos el hardware biológico necesario para la tarea: Robert Kurzban, psicólogo evolutivo de la Universidad de Pensilvania (Estados Unidos), afirma que nuestra mente siempre ha funcionado de una forma modular. Tenemos distintas unidades especializadas que poseen, cada una, un sentido adaptativo. Durante la mayoría de nuestra vida, esos procesos funcionan en paralelo y cada uno actúa con coherencia para optimizar sus fines.
Autocontrol y software social
La parte que autocontrola nuestro lado oscuro busca hacer bien a la sociedad y cuidar nuestra imagen pública. La que canaliza esos sentimientos tabúes hacia expresiones culturales admitidas, rituales dionisíacos o comentarios en internet optimiza nuestra paz interior. No son objetivos incompatibles y cada una puede funcionar por su cuenta.
El software social también se encuentra disponible. Marvin Harris, profesor de Antropología de la Universidad de Florida, explicaba esa incoherencia entre nuestra negación de ciertos fenómenos –rencores, morbo sexual, celos, etcétera–, y su surgimiento a través de formas canalizadas partiendo de la distinción entre emic y etic. Según este investigador, la sociedad tiene dos versiones: la que darían de ella los miembros de esa cultura –lo que él llama punto de vista emic– y la que tendría un observador externo –el punto de vista etic–.
Los demonios interiores
Ambos no tienen por qué coincidir. Los miembros de la sociedad pactan adoptar una forma de ver cada fenómeno psicológico que no tiene por qué corresponder con los datos reales. En temas que afectan a nuestro lado oculto, un investigador que adopte el punto de vista etic recogerá cifras y concluirá que los malos siguen siendo tan atractivos como siempre, y que el impulso violento continúa dominándonos aunque solo se canalice de forma verbal.
Sin embargo, un analista que enfoque el tema desde un ángulo emic preguntará a los miembros de una determinada cultura y llegará a la conclusión de que todos esos fenómenos están extinguidos. La incongruencia entre las dos versiones es, precisamente, lo que hace tan adaptativo el modelo.
Michel Foucault, en su Historia de la locura, escribió: “No hay una sola cultura en el mundo en la que esté permitido hacerlo todo. Y desde hace mucho tiempo se sabe bien que el hombre no comienza con la libertad, sino con el límite de lo infranqueable”. Si Pinker tiene razón y a nivel externo están ganando la batalla los ángeles que llevamos dentro, la gran tarea del futuro será ayudar a los demonios interiores a que no se sientan tan frustrados que tengan ganas de amotinarse.

El efecto Lucifer
En 1971, un equipo de investigadores de la Universidad de Stanford comenzó un experimento cuyo objetivo era analizar el cambio de comportamiento de los individuos cuando se les atribuye un determinado papel profesional que les permite sacar a la luz sus instintos más ocultos. Los investigadores, dirigidos por el psicólogo Philip Zimbardo, dividieron a un grupo de voluntarios en dos equipos: carceleros y presos.
Las situaciones sociales en las que estamos inmersos nos proporcionan impunidad.
Para introducirlos en su rol, se organizó una completa puesta en escena. Los presidiarios fueron detenidos en sus casas por coches con sirenas, llevados a una oficina y aislados en celdas preventivas. A los guardianes, por su parte, los aleccionaron: tenían que mantener el orden y la disciplina, pero sin utilizar el castigo físico. Ambos grupos empezaron a vivir la vida cotidiana de una prisión.
A los dos días, el lado oscuro de los participantes emergió. Los prisioneros gritaban e insultaban a los guardianes y levantaban barricadas. Los carceleros empezaron a reaccionar con violencia, haciendo uso de los extintores de incendio y transformando los derechos de los prisioneros en privilegios. Uno de los reclusos tuvo que ser muy pronto devuelto a su casa por una grave perturbación emocional. Al tercer día, los celadores empezaron a hablar de un supuesto “plan de evasión masiva” (inverosímil, porque cualquiera de ellos podía abandonar el experimento cuando quisiese) y tomaron duras medidas para reprimirlo.
Al cuarto día, tres reos más tuvieron que ser puestos en libertad por problemas psicológicos. Algunos de los guardianes se sentían muy bien usando su poder de forma sádica, porque les permitía liberar sus instintos oscuros. El experimento se canceló porque la situación podía convertirse en un baño de violencia… El anonimato y la sensación de falta de responsabilidad llevan a lo que Philip Zimbardo denominó el efecto Lucifer: las situaciones sociales en las que estamos inmersos nos proporcionan impunidad.
Tomado de Muyinteresante
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