¿Cómo surgieron de la materia inerte seres complejos, capaces de autorreplicarse, evolucionar y hasta pensar? ¿Llegaron del espacio o se cocinaron aquí en la Tierra? Responder a estas preguntas constituye un quebradero de cabeza para la ciencia.
Una de las experiencias más gratificantes es observar el cielo estrellado durante una noche despejada. Cuando nuestros ojos logran captar la inmensidad de la bóveda celeste, sobrecogidos por esa banda luminosa e irregular que marca el plano de nuestra galaxia, comienzan a surgir las preguntas: ¿estamos solos en el universo? ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? Es muy probable que esas mismas cuestiones ya resonaran en los cerebros de los primeros humanos y sigan acompañando a nuestros descendientes mientras evolucionan en este planeta… o quizá en otro.
Reflexionar sobre la posibilidad de que exista vida fuera de la Tierra o analizar nuestras opciones para sobrevivir en otros mundos tiene mucho que ver con plantearnos cómo pudo surgir la vida y cuáles son sus límites.
Las primeras aproximaciones racionales se produjeron en Grecia, hace dos milenios y medio. Allí, los filósofos presocráticos formularon una hipótesis conocida como generación espontánea, según la cual los seres vivos surgían sin más de la materia no viva. Por ejemplo, los pulgones nacían del rocío que humedece las plantas por la mañana y las moscas brotaban de la carne en descomposición.
Hoy sabemos que estas ideas no tenían ninguna base científica, pero hasta el siglo XIX no se refutaron de forma definitiva, gracias a unos experimentos muy clarificadores llevados a cabo por Louis Pasteur. Este brillante microbiólogo puso de manifiesto que todo ser vivo procede de otro ser vivo. Como resultado, quedaba flotando en el aire otra pregunta muy sugerente: ¿cómo surgió el primero?
Por selección, naturalmente
En 1859, precisamente el mismo año en que Pasteur demostró que la generación espontánea no existe, el gran naturalista Charles R. Darwin publicó su famoso libro “El origen de las especies”, en el que afirmaba que la evolución por selección natural es el motor de la vida.
En su último párrafo, planteó algo revolucionario para su época: todos los seres vivos podrían derivar “de un corto número de formas o de una sola”. Darwin volvió a retomar esta idea en su obra La variación de los animales y la plantas bajo domesticación (1868), donde destacaba la visión de que “pocas formas, o una única forma, hubiera sido creada originalmente, en lugar de en innumerables creaciones milagrosas”.

Tres años después, en una carta enviada al botánico Joseph D. Hooker, el padre de la evolución propuso otra idea genial. Adelantándose a su tiempo, sugirió que la vida podía haberse iniciado en “una pequeña charca de agua templada que contuviera todo tipo de sales de fósforo y amonio, luz, calor, electricidad…, en la cual un compuesto proteico se formara químicamente y quedara listo para sufrir cambios aún más complejos”.
Con ello, debemos a Darwin los dos planteamientos que barajamos para comprender el origen de la vida, una cuestión compleja, ya que no hay evidencias directas de cómo, dónde o cuándo se produjo. La estrategia que primero se exploró es la planteada en esa carta de Darwin a Hooker. Se conoce como del pasado hacia el presente o de abajo hacia arriba, y consiste en partir de la química que tal vez existió en la Tierra primitiva e intentar proponer reacciones que condujeran a la aparición de los seres vivos.
¿Cuándo empezó todo?
Hoy sabemos que el sistema Tierra-Luna se originó hace unos 4.570 millones de años (Ma) y que hace unos 4.400 Ma tanto la corteza terrestre como los océanos de agua líquida ya estaban formados. Se considera que durante los siguientes 400 Ma nuestro planeta recibió relativamente pocos impactos de meteoritos y núcleos de cometas, por lo que quizá pudieron comenzar en esa época tan temprana las reacciones químicas que originaron la vida.
Tal posibilidad estaría favorecida por el reciente hallazgo, en rocas de 4.100 Ma de antigüedad, de cristales de zircón que contienen diminutos gránulos de grafito en los que la relación entre los isótopos –átomos de un mismo elemento cuyo núcleo contiene distinto número de neutrones– del carbono apoyaría que su origen pudo ser biológico. ¿Quiere esto decir que la vida ya existía hace 4.100 Ma? Aún no podemos saberlo, ya que también se conocen sistemas no biológicos que podrían explicar tales datos isotópicos.
Pero hasta hace 3.850 Ma nuestro planeta estuvo sometido a distintas épocas de bombardeo masivo de meteoritos y cometas, lo que quizá esterilizó la superficie terrestre y eliminó formas de vida eventualmente originadas con anterioridad. Por otra parte, en rocas de unos 3.500 Ma de antigüedad encontradas en Australia y Sudáfrica se han detectado fósiles –aunque para algunos autores serían formaciones de naturaleza inorgánica– de tamaño microscópico, cuyas morfologías podrían corresponder a bacterias.
Diferentes rocas de similar edad
Asimismo, diferentes rocas de similar edad, halladas en las mismas regiones geográficas, contienen otro tipo de fósiles, los denominados estromatolitos. Se trata de láminas mineralizadas de microorganismos que, en aquella era remota, formaban comunidades microbianas parecidas a las que actualmente denominamos tapetes microbianos. En ellos, distintas especies interaccionan entre sí y establecen relaciones ecológicas.
Por tanto, la química de la vida pudo dar sus primeros pasos hace 4.400 Ma, cuando ya existían los dos ingredientes que consideramos imprescindibles: agua en estado líquido y moléculas sencillas compuestas por carbono. Además, aunque hace 3.850 Ma nuestro planeta no estuvo lo suficientemente tranquilo como para que la vida progresara en él, las evidencias fósiles muestran que 350 Ma después los organismos vivos ya habían surgido y se habían diversificado.
En los años 20, sin conocer aún estos márgenes temporales, los primeros que plantearon modelos de cómo pudo surgir la vida a partir de la química existente en la Tierra fueron el bioquímico ruso Alexander I. Oparin y el biólogo evolutivo británico John B. S. Haldane.

Sorpresa en el laboratorio
Su legado lo recogió el químico norteamericano Stanley L. Miller, quien, bajo la supervisión de su profesor, Harold C. Urey, realizó en 1953 un famoso experimento: mezcló en un matraz cerrado y esterilizado los gases considerados entonces como constituyentes de la atmósfera primigenia –metano, amoniaco, hidrógeno y vapor de agua– y los sometió a descargas eléctricas para simular los aportes de energía de las tormentas y el vulcanismo.
Al cabo de unos días, la reacción había formado aminoácidos como los que constituyen las proteínas, junto con otras moléculas orgánicas propias de los seres vivos. Con ello, se demostraba que los primeros pasos hacia la vida solo requirieron la existencia de moléculas sencillas y una fuente de energía para que reaccionaran.
Durante las últimas décadas, se está discutiendo si la atmósfera de la Tierra primitiva realmente contenía esos gases o si, por el contrario, incluía otros compuestos como el monóxido o el dióxido de carbono. En este segundo caso, los ladrillos moleculares imprescindibles para la vida no se habrían formado eficientemente aquí: su origen sería extraterrestre. Habrían llegado a nuestro mundo en el interior de meteoritos y núcleos de cometas. Además de sus resultados concretos, la obra de Miller fue fundamental porque inauguró un nuevo campo científico: la química prebiótica experimental.
La pista de cianuro
El segundo investigador clave en este ámbito fue el bioquímico español Joan Oró, quien en 1961 demostró que el cianuro de hidrógeno –un gas tóxico para nosotros– podía combinarse entre sí para formar adenina, parte clave de los nucleótidos o letras que componen nuestros ácidos nucleicos, esto es, el ADN y el ARN.
Así, gracias a los pioneros de la química prebiótica y a todos los científicos que desde entonces trabajan sobre estos temas, ha sido posible plantear muchas reacciones con las cuales se originan las biomoléculas más sencillas –aminoácidos, nucleótidos, azúcares o lípidos simples–, y también los biopolímeros formados por ellas, como las proteínas y los ácidos nucleicos. No obstante, desde la síntesis de estos componentes moleculares hasta la formación del primer organismo plenamente viable se debió recorrer un largo camino, no abordable por la química prebiótica.
Si analizamos las características principales de los sistemas vivos conocidos, comprobaremos que todos son similares desde el punto de vista molecular y se caracterizan por combinar dos propiedades principales. En primer lugar, pueden reproducirse o autorreplicarse y generar descendencia. Gracias a ello, se transmite la información genética, pero el proceso de copia es siempre imperfecto y suele introducir cambios o mutaciones.
En consecuencia, los descendientes son todos distintos entre sí y, también, de la generación parental. Esto resulta clave, porque la biodiversidad generada permitirá respuestas diferentes frente a los cambios ambientales. Ese es precisamente el motor de la evolución por selección natural: tendrán más descendientes los individuos –y las especies– que mejor se adapten al medio. Como segunda característica, los seres vivos poseen metabolismo, es decir, un sistema de intercambio de materia y energía con su entorno. Dicha relación está mediada por membranas celulares, envolturas que definen los límites de la célula como un sistema abierto al trueque de sustancias.
Vida en la Tierra: del presente al pasado
Para investigar sobre cómo pudieron surgir entidades químicas tan complejas, nos sirve la técnica enunciada en el párrafo final de El origen de las especies: “del presente hacia el pasado” o “de arriba hacia abajo”. Consiste en comparar los genomas o metabolismos de todos los seres vivos conocidos, bajo la premisa de que las características que más organismos comparten han de ser las más antiguas en la historia de la evolución. Con ello, ¿sería posible determinar si todos derivamos de un antepasado común, como sugirió Darwin?
La respuesta es afirmativa, aunque la existencia de esa especie –conocida como LUCA, por las siglas en inglés de último ancestro común universal– no pudo ser demostrada hasta finales de los 70. En consecuencia, se trata de observar el árbol de la vida y preguntarse qué procesos pudieron producirse entre sus raíces –las bases fisicoquímicas– y el punto más alto de su tronco común –LUCA–, desde el que se produjo la diversificación de todas las formas de vida conocidas.
La hipótesis de la panspermia molecular
Con estas dos aproximaciones, se ha avanzado mucho a la hora de plantear procesos que permitirían la transición entre la química y la biología. Por citar un ejemplo reciente, hace pocos meses, el químico británico John D. Sutherland propuso un modelo de química prebiótica muy interesante –aunque aún en discusión– que permitiría originar todos los monómeros necesarios para las moléculas biológicas en un único entorno geológico formado por moléculas de origen terrestre y las aportadas por distintos tipos de meteoritos.
Así, se ha vuelto a poner sobre la mesa la hipótesis de la panspermia molecular: parte de las moléculas de la vida o, incluso, organismos completos, podrían haber llegado a la Tierra en cometas o meteoritos.
Como vemos, cada respuesta suscita nuevos interrogantes. Por tanto, hemos de ser humildes y asumir que, quizá, nunca sepamos cómo se produjo el origen de la vida. O, mejor dicho, los orígenes, dado que en el camino hacia la vida, sin duda, la química hizo muchos experimentos en paralelo, aunque solo tengamos constancia del que triunfó y dio lugar a toda la biodiversidad que nos rodea.

LUCA, el antepasado común de todos los seres vivos
Si es impresionante la variedad de seres vivos que pueblan el planeta, más impactante es el hecho de que todos provenimos de un antepasado común. Es decir, formamos parte de una misma familia.
La existencia de este ancestro común, denominado progenote o LUCA, fue demostrada por Carl Woese y colaboradores a partir de los 70, gracias al análisis comparativo de determinados genes en todas las especies conocidas. Así, se corroboraba la idea propuesta por Darwin más de un siglo antes. LUCA vivió entre los 3.850 y 3.500 millones de años, antes de que los microorganismos evolucionados dejaran sus huellas fósiles.
A partir de esta especie, se dividieron los tres grandes grupos de seres vivos: bacterias, arqueas y eucariotas. Los dos primeros, habitantes mayoritarios de nuestro planeta, son procariotas, organismos unicelulares que carecen de núcleo. Por su parte, los eucariotas son seres vivos uni o pluricelulares cuyas células poseen orgánulos especializados y un núcleo diferenciado que contiene la mayor parte del material genético. Incluyen protistas, plantas, hongos y animales.
De ADN a proteínas
LUCA está, como es evidente, extinta. Por tanto, resulta imposible estudiarla directamente. Aun así, se pueden acotar muchas de sus propiedades tras comparar los organismos actuales a nivel molecular y aplicar la lógica evolutiva. Sabemos que era unicelular y sin núcleo, quizá similar en complejidad a los procariotas actuales. Su información genética ya se expresaba en el sentido DNA–>RNA–>proteína, lo que desde entonces ha caracterizado toda la vida celular. Se está estudiando cómo podría ser su genoma, aunque las pruebas por el momento apuntan a un número de genes comprendido entre los seiscientos y los mil.
Llega la biología sintética
Por otra parte, se han dado los primeros pasos para postular cómo se pudieron combinar la información genética y el metabolismo en un sistema rodeado por una membrana, de forma que se originara el primer ser vivo. En este sentido, la biología sintética podría depararnos sorpresas en el futuro, mientras se ocupa de generar sistemas biológicos –es decir, crear vida– a partir de sus ingredientes.
De todos modos, tampoco hemos averiguado si el proceso que llevó de las primeras protocélulas a LUCA tuvo lugar en ambientes calientes o fríos, ni si las primeras células extraían la energía de las rocas, de la luz solar o de los compuestos orgánicos disponibles.
Para finalizar, aunque el agua y el carbono se consideran imprescindibles para la vida tal como la conocemos, ¿podría esta misma química básica originar diferentes bioquímicas y, por tanto, seres vivos radicalmente distintos en otros lugares del cosmos? Si es así, ¿seríamos capaces de detectarlos y caracterizarlos con nuestros biosensores? ¿Serían también descendientes de LUCA? Si no, la vida se habría originado varias veces en entornos diferentes. Y, en caso afirmativo, ¿habrían sido ellos quienes emigraron de la Tierra o nuestro origen sería extraterrestre?
Tomado de uyinteresante
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